La amistad más antigua: la biodiversidad y la vida
El hombre no tejió la red de la vida; es solo una hebra de ella. Lo que hace con la red, se lo hace a sí mismo.
Fragmento de la carta del jefe Seattle al presidente de EE.UU. Franklin Pierce en 1854.

Hablar de biodiversidad es hablar de nosotros, los seres vivos. No es un término lejano o externo, sino la base que hace posible la existencia. Esa red vital, en la que cada ecosistema, cada organismo y cada interacción cuentan, es el soporte de la vida del cual depende el ser humano en un 100 %. Por tanto, cuando este tejido se debilita o se fortalece, también lo hace la salud, la seguridad alimentaria y, en general, la capacidad de habitar el planeta.
El reconocimiento de la biodiversidad como pilar del desarrollo sostenible ocurrió en 1992 con la adopción, por más de 190 países, del Convenio sobre la Diversidad Biológica en la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro. Allí se plantearon tres objetivos centrales: la conservación de la diversidad biológica, el uso sostenible de sus componentes y la participación justa y equitativa en los beneficios derivados de los recursos genéticos. En esa misma cumbre se firmaron también la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático y la Convención de Lucha contra la Desertificación; juntos, configuran el marco de tratados ambientales que han marcado la ruta de la gobernanza ambiental y del desarrollo sostenible en las últimas tres décadas en el orden global.
La biodiversidad hace referencia a la diversidad biológica, es decir, a esa variedad de vida en la tierra que va desde genes y bacterias hasta ecosistemas completos como bosques o arrecifes de coral: un tejido integrado por microorganismos invisibles, polinizadores, suelos, climas diversos, humedales y océanos. Una arquitectura invisible que ninguna carretera, tecnología o economía podría reemplazar ni superar en importancia. A continuación veremos por qué.
Relación invisible e inevitable
La autora Kathy Willis explica en su libro Las bondades de la naturaleza la llamada “hipótesis de la biodiversidad”, formulada hace más de dos décadas por Leena von Hertzen y Tari Haahtela, investigadores médicos de la Universidad de Helsinki, junto con Ilkka Hanski, científico especializado en biodiversidad. Ellos plantearon la aparente relación entre la pérdida de biodiversidad global y el aumento de enfermedades inmunitarias, a partir de un estudio con 118 muestras de piel de adolescentes finlandeses que vivían en entornos rurales y semirrurales. El hallazgo sugería que pasar tiempo en ambientes naturales diversos aumentaba también la diversidad biológica del cuerpo, es decir, la diversidad microbiana. Añade Willis que en estudios recientes han confirmado esta hipótesis, mostrando que cuanto más biodiverso es un entorno, más rica y abundante es la flora miscroscópica presente en el aire, el suelo y las hojas de las plantas.
Pero la biodiversidad no solo incide de manera indirecta en la disposición de los seres humanos para la vida, sino también de forma directa e inmediata en la supervivencia. Como señala la ONU: “Más de la mitad del PIB mundial depende de la naturaleza. Más de mil millones de personas dependen de los bosques para su subsistencia. Y la tierra y el océano absorben más de la mitad de las emisiones de carbono”. De ahí que no sea posible hablar de desarrollo humano sin la preservación de la variedad de vida en los ecosistemas.

Un vínculo por restaurar
Como toda relación de amistad, su ausencia o equilibrio puede generar efectos positivos o nocivos en la vida. En el caso de la biodiversidad y la humanidad, esa correlación suele ser difícil de percibir en lo cotidiano, pero las cifras demuestran cómo los seres humanos debilitan rápidamente esa red vital. Y tal como en la norma, su desconocimiento no exime de la responsabilidad.
Desde mediados del siglo XX, la huella humana sobre el planeta ha alcanzado niveles sin precedentes. Según el Global Assessment Report on Biodiversity and Ecosystem Services de 2019 (IPBES), más del 75 % de la superficie terrestre ya ha sido alterada significativamente por actividades humanas; cerca del 25 % de las especies de plantas y animales evaluadas están en peligro de extinción y un millón de especies podrían desaparecer en las próximas décadas si no se reduce la presión humana sobre los ecosistemas.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), los humedales son uno de los ecosistemas más amenazados del planeta. Su pérdida, que supera el 35 % desde 1970, implica menos agua limpia, menos espacios para aves migratorias, degradación de ecosistemas y, por tanto, una menor capacidad de la naturaleza para absorber carbono y regular el clima, lo cual agrava el cambio climático y aumenta el riesgo de inundaciones o incendios.
Cada vez que se rompe un eslabón en esta red, se activan cadenas de consecuencias alimentarias que afectan la vida, porque en el ecosistema que somos, todo está interconectado: “Cada sorbo de café, cada bocado de chocolate, cada fruta fresca que disfrutamos es posible gracias a la danza silenciosa de abejas, aves y murciélagos. Tres de cada cuatro cultivos en el mundo dependen de ellos”, describe el IPBES.
Pero la dependencia es también sanitaria. De acuerdo con la OMS, cerca de 4.000 millones de personas recurren a medicinas naturales y más del 50 % de los medicamentos modernos proceden de fuentes naturales: desde antibióticos derivados de hongos hasta analgésicos obtenidos de plantas, la biodiversidad ha sido históricamente fuente para los cuidados.
Palabras más, palabras menos, proteger la biodiversidad no es un lujo, sino una necesidad. Inclusive, otras metas esenciales plasmadas en los Objetivos de Desarrollo Sostenible a 2030, como erradicar el hambre, garantizar la salud, lograr bienestar humano o mitigar el cambio climático, dependen de ecosistemas sanos. De ahí la urgencia de un cambio estructural que incorpore a la naturaleza en el centro de las decisiones económicas y políticas.

Desigualdad y diversidad biológica
El deterioro de la biodiversidad no afecta a todos por igual, por lo que cuidarla es también un acto de justicia social. Las poblaciones rurales dependen directamente de los ecosistemas para obtener alimentos, materiales de construcción, medicinas y empleo. Como señala la CEPAL: “La naturaleza entrega beneficios esenciales en las estrategias de supervivencia a las personas más vulnerables. Su dependencia del medio ambiente es desproporcionada.”
Por tanto, cuidar la biodiversidad implica una transformación cultural en la sociedad, y no precisamente desde una mirada humanocéntrica. Tal como lo plantea el artículo Nature’s contributions to people en la revista Biological Conservation, cada vez cobra más fuerza la idea de que la conservación debe basarse sobre todo en valores intrínsecos a la naturaleza: reconocer que los ríos, los bosques y las especies tienen derecho a existir más allá de su utilidad para los seres humanos. Esto abre la mirada a nuevas formas de justicia ecológica y a prácticas que integran el respeto a la vida no humana como principio ético en las decisiones.
En Colombia, por ejemplo, la Amazonía ha sido reconocida como sujeto de derechos por la Corte Suprema de Justicia; el Páramo de Pisba (Boyacá), por el Tribunal Superior de Boyacá en 2019, por su papel esencial en la regulación hídrica; y ríos como el Atrato y el Cauca, a raíz de las crisis ambientales ocasionadas por la minería ilegal, la deforestación y la sobreexplotación de sus caudales, que han afectado directamente a comunidades étnicas y rurales.
Este cambio implica avanzar hacia modelos de conservación más inclusivos, que integren no solo criterios económicos o científicos, sino también cosmogonías indígenas, espirituales y culturales sobre las formas de relacionarnos con la tierra. “En América Latina, los pueblos indígenas ocupan más del 20 % del territorio y conservan el 80 % de sus bosques”, según cifras de la CEPAL a 2023. En muchas de estas comunidades, el cuidado de la naturaleza no es solo una estrategia de subsistencia, sino un modo de vida, una identidad colectiva que se sabe parte de la madre tierra.
Aquí valen las palabras del jefe indígena Seattle, líder de las tribus Suquamish y Duwamish, en su carta al presidente de Estados Unidos Franklin Pierce en 1854: “La tierra no pertenece al hombre, es el hombre el que pertenece a la tierra (…) Lo que le ocurra a la tierra, les ocurrirá a los hijos de la tierra.”
Una alianza por la naturaleza
Existen múltiples caminos para revertir y mitigar la pérdida de biodiversidad. En primer lugar, la preservación de ecosistemas estratégicos; y en segundo, la restauración de ecosistemas degradados como bosques y humedales, con lo cual se podrían recuperar especies y servicios ambientales que pueden aportar hasta un 37 % de la mitigación climática necesaria de aquí a 2030, según el Informe Global de Evaluación de la IPBES.
Sin duda, las acciones para preservar esta biodiversidad no están solo en manos de figuras políticas mundiales, aunque a veces lo parezca. También existen oportunidades cotidianas en entornos urbanos y rurales: la protección de corredores ecológicos o de fuentes hídricas en el campo, la creación de techos verdes en las ciudades o la agricultura urbana, contribuyen a mejorar la calidad del aire, regular la temperatura y fortalecer la seguridad alimentaria de las comunidades.
Cuidar la biodiversidad es cuidar la vida en todas sus formas, incluida la humana. De allí que lo que está en juego no sea un ideal verde, sino la posibilidad misma de tener un planeta habitable. La esperanza no está pues en restaurar lo perdido, sino, sobre todo, en redefinir el vínculo entre la biodiversidad y la vida, generando entre toda una conciencia de solidaridad interespecies.
Más artículos de nuestro blog
Pago por Servicios Ambientales en Antioquia: una alianza que protege nuestros ecosistemas y fortalece a las comunidades
Más de 6.800 familias rurales hacen parte de esta estrategia de conservación comunitaria, que fortalece la protección de los ecosistemas estratégicos de Antioquia. El programa de Pagos por Servicios Ambientales liderado por la Gobernación de Antioquia y Masbosques reafirma el compromiso territorial con la sostenibilidad, el agua y la biodiversidad.
Colombia y sus Manglares: Guardianes del Carbono Azul
Los manglares son ecosistemas estratégicos para la adaptación y mitigación del cambio climático. Actúan como sumideros de carbono azul, protegen las costas de la erosión, regulan el ciclo hídrico y son refugio de una biodiversidad única que sustenta la pesca artesanal y la vida de comunidades costeras. Conservarlos es asegurar el equilibrio entre el océano, el clima y la vida en tierra firme.
Bosques tropicales: cuatro preguntas para acercarnos a estos pilares de la vida en la Tierra.
Los bosques tropicales son ecosistemas fundamentales para el clima, el agua y la vida en el planeta. En este artículo exploramos su diversidad, su valor global y lo que puedes hacer para protegerlos.
Comentarios recientes