Cuenta el abuelo Viento que los pueblos donde crece un guayacán amarillo son pueblos sin prisa, que crecen tal como ese árbol de floración dorada: despacio y firme; un árbol guerrero que resiste condiciones extremas y guarda agua en sus raíces para humedecer los bosques en los días más secos. Los pobladores indígenas y campesinos susurran que sus flores son lágrimas que los dioses derramaron sobre la Tierra para traer esperanza, y por eso los soñadores le piden deseos en silencio.

Cuando se abraza a un guayacán, se escucha dentro un tic tac retumbando, un latido que anuncia cambios de estación y lluvias, un reloj natural que es refugio, alimento y oficina de trabajo para abejas, aves, murciélagos e insectos polinizadores. En los ecosistemas tropicales, donde a veces la vida parece detenerse, el guayacán sostiene la diversidad siendo sombra parar proteger a plantas jóvenes y pequeños mamíferos, resistiendo a las plagas con su madera dura y longeva.

Entre risas, exclama el abuelo Viento que la fiesta más sorprendente en los pueblos del guayacán amarrillo, ocurre cuando éste florece, porque no lo hace solo: sino en sincronía. Todos los guayacanes despiertan juntos, como si se hubieran puesto de acuerdo para vestirse de gala y llenar el lugar con tapetes de flores. También llamado cañaguate, chicalá, roble amarillo o guayacán polvillo, el guayacán amarrillo ha sido testigo, además de celebraciones, de descansos de jornaleros y promesas dichas en voz baja por los enamorados.

No es un secreto que el abuelo le tiene un cariño especial, pues no es un árbol cualquiera, sino un recordatorio para la humanidad de que los procesos lentos, cuando son sostenidos, hacen florecer la vida.